sábado, octubre 28, 2006

II - No es difícil aburrirse (II)

-Hola –dijo Guido.
-¡Hola, primo! -respondió una voz-. Soy yo, Laura. No te vi hoy en los recreos, pero los chicos me dijeron que volviste después de la gripe.

Guido y su prima Laura no se veían muy a menudo fuera del colegio, pero dentro del mismo era común que se frecuentasen. Ambos gustaban de la lectura, quizás debido a que sus respectivas madres se habían dedicado a regalarles libros desde el momento mismo de sus nacimientos. Laura prefería los cuentos de terror, mientras que Guido inclinaba sus preferencias en dirección a los libros de aventuras e historias de ciencia-ficción.

-Hola, Laura -le respondió-. Si, hoy volví al colegio, pero sigo un poco resfriado ¿Cómo esta el tio Orlando?
-Bien, como siempre, y te manda saludos. Pero el motivo de mi llamada no tiene nada que ver con eso...

Laura se quedó en silencio, y un murmullo proveniente de otras voces femeninas llamó la atención de Guido, que no tuvo que pensar mucho para darse cuenta de que su prima se hallaba acompañada por alguna de sus amigas.

-¿Puedo ayudarte en algo? –le preguntó-. ¿Querés hablar con mi mamá?
Un nuevo silencio se produjo, impacientando al niño.
¿Podés venir a casa el próximo domingo? –dijo abruptamente Laura-. Las chicas del equipo de voley vamos a festejar que aprobamos todos los exámenes.
-Siempre y cuando yo no tenga que bailar. Ya me conocés.
-¡No seas aburrido! –replicó la jovencita abriéndose camino entre el murmullo que la rodeaba-. No importa, voy a esperarte igual. Podés traer a tus amigos, si querés...
Guido no era tan ingenuo.
-¿Me vas a esperar a mí, o a César? –preguntó.
El murmullo femenino se transformó un conjunto de risas nerviosas que no pudieron ser
contenidas.
-¡No seas tonto! -explotó ella al percatarse de que sus verdaderas intenciones habían sido descubiertas-. Vamos a preparar mucha comida, y algunos juegos también.

Guido no pudo argumentar mucho más, y aceptó la invitación pese a no estar del todo convencido. La conversación no se prolongó, pero ese llamado de Laura fue lo único que le sucedió durante toda la tarde. La estufa le proveía a la casa la más agradable de las temperaturas, y justo cuando el niño se estaba adormilando frente al televisor apagado, la voz de su madre resonó por toda la habitación.

-Hijo, te estas quedando dormido –le dijo sonriendo-. Tengo que salir a comprar algunas cosas, pero cuando vuelva no quiero encontrarte tirado en el sillón mientras que el gato llena la cama de pelos, ¿Me entendiste?

El niño asintió con la cabeza y su madre abandonó la casa, abrigada hasta en los pensamientos. Ella era una mujer de carácter fuerte y de muy buen corazón. Tenerla contenta no demandaba un gran esfuerzo: bastaba con estudiar mucho, comer bien y comportarse respetando los buenos modales. Buenos modales que seguramente no aparecían establecidos en el diccionario de aquel caprichoso felino.
-Lo siento mucho, Leoncio –pensó Guido-. Órdenes son órdenes...

Pese a no sentir muchas ganas de irse a dormir, se levantó del sillón y caminó hacia su cuarto. Aún era temprano y no había cenado, pero a decir verdad no tenia hambre. En los instantes que precedieron a que cayese profundamente dormido, echó una mirada sobre el desorden que reinaba en su habitación. Se dio cuenta de que había olvidado pedir la tarea de los días anteriores, y al ver los pantalones de gimnasia colgando de la silla, recordó que el siguiente sería un día duro, como todos los Jueves. La clase de Deporte se hallaba a la vuelta de la esquina, dispuesta a sacudirlo muy temprano en la mañana, pero ¿Dónde habría quedado aquel certificado medico que acreditaba su estado convaleciente? Todos los recursos serían válidos con tal de zafarse de la tortura...

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miércoles, octubre 25, 2006

II - No es difícil aburrirse

Guido disfrutaba mucho cuando Raúl, su padre, lo recogía a la salida del colegio. La idea de que algún día heredaría su calvicie le causaba escalofríos, ya que en las fotos de su padre cuando niño, Guido parecía encontrarse reflejado en un espejo, con su suave cabello castaño prolijamente peinado y sus calmos ojos de color avellana tan carentes de expresión ante las cámaras fotográficas. Raúl y Alicia se habían separado hacía ya varios años, y Guido no tenía muchos recuerdos al respecto, pero cada día que pasaba lo ayudaba a entender un poco más las razones que los habían llevado a hacerlo: lo que a uno le gustaba, al otro le desagradaba por completo. Cuando el niño intentó convencer por todos los medios a su madre para que ésta que le permitiese tener un gato, ella se rehusó, pero su padre le regalo un gato siamés. Alicia dormía solo cuatro o cinco horas por día y andaba siempre apurada y con cara de guerra mundial termonuclear, pero a Raúl le gustaba dormir cada vez que le era posible, y nunca parecía estar alterado. Quizá en lo único en que no mostraban diferencia era en el amor incondicional que ambos sentían por su hijo, junto con el hecho de que ambos lo malcriaban bastante.

Padre e hijo discutieron un poco acerca de todo, hasta que finalmente llegaron a casa. El automóvil se detuvo provocando un suave ronroneo del motor, y Guido se bajó del vehiculo, no sin antes despedirse con un beso. Recibió a cambio una palmada cariñosa en la espalda, además de algún dinero que no tardó en deslizarse hacia el interior del bolsillo derecho de sus pantalones.
–No lo gastes en cualquier cosa; podrías pensar en ahorrar un poco –dijo Raúl.

Guido llevaba ya bastante tiempo ahorrando para comprar una máquina de videojuegos, pero había procurado mantenerlo en secreto: en pocos meses cumpliría años y sus abuelos y tías eran verdaderos especialistas cuando llegaba la hora de hacerle muy buenos regalos. Manoteó un chocolate que había en unas bolsas provenientes del quiosco, en el asiento trasero del auto, y descendió del vehículo. Cuando cruzaba el umbral de la puerta pudo escuchar a su padre, que con el automóvil ya en movimiento le decía:

-Vas a enojar a tu mamá! ¡Escondé eso o vamos a tener problemas!

Guido guardó el chocolate en el bolsillo derecho, junto al dinero. Con la nariz colorada y entumecida a causa del frío, apenas si pudo sentir el atrapante aroma proveniente de la cocina. Se puso a pensar en que la vida seria mucho mas linda si no existiese el invierno, pero luego rechazó la idea. A fin de cuentas, tampoco era fanático de la primavera que despertaba sus alergias, ni del verano con esos calores sofocantes. Se rió a solas, creyendo que estaba volviéndose tan fastidioso como Sebastián. Tantos años de amistad y acostumbramiento debían de haber tenido su efecto.
Recordó entonces aquellos primeros momentos de niñez compartidos con su amigo. A pesar de que no le costaba demasiado relacionarse con el resto de sus compañeros, no era de andar de amigo con todos ellos.

-Sacate el uniforme antes de sentarte a comer -dijo su madre interrumpiéndole los pensamientos-. No tengo una varita mágica para sacar las manchas de salsa.

Una vez terminado el almuerzo, Guido se desplomó sobre su sillón. Mirar un poco de televisión en compañía de su gato era cosa de todos los días, pero aquella tarde no pudo encontrar una película, serie de dibujos animados o video musical que le gustase. No se cruzó siquiera con un mísero documental sobre alguna tribu desconocida, nada. Muy frustrado, apagó la televisión, y fue entonces que sonó el teléfono.

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sábado, octubre 21, 2006

I - Guido (II)

El timbre de entrada sonó, y todos se dispusieron a formar filas. Según creía Sebastián, era preferible ir al final de la fila porque así era posible pasar mas tiempo fuera del aula, entrando algunos segundos después que el resto.

-Me alegra tenerte de regreso, Guido –susurró Lourdes, saludando al niño con un beso en la mejilla–. Espero que la gripe no te haya hecho olvidar todo lo que aprendimos hasta ahora.

Lejos de querer intimidar a los alumnos, la señorita Lourdes era muy amigable y rebalsaba paciencia, explicando una y mil veces cada una de las tareas a realizar, cuando alguno de sus alumnos se lo solicitaba. Pese a ello, podía enojarse bastante cuando lo creía necesario. Sus ojos claros, su brilloso cabello rojizo y su cuidada silueta eran atributos por todos conocidos en la escuela. Tan conocidos como lo era su esposo, el profesor de Educación Física, una temperamental masa de músculos con la cual nadie se hubiera atrevido siquiera a discutir acerca del clima.

Finalmente, floreció el primer recreo. El mas esperado por todos, obviamente. Guido metió la mano izquierda en el bolsillo y saco el dinero que su madre había introducido en él. No tenía pensado gastarlo todo en un solo recreo, pero tenia hambre. Se unió a la fila. El sandwich de jamón y queso se veía particularmente encantador esa mañana: humeante y recién salido del horno, parecía reírse del frío y del invierno. Sebastián mientras tanto ya se había abalanzado hacia los primeros lugares de la fila a fuerza de empujones, para regresar sonriente y victorioso trayendo dos bocadillos en sus manos. Guido estaba seguro de que los mismos serian solo el comienzo. Si se daba el caso de que a aquel demonio de Tasmania con pantalones no le bastase con su dinero para saciarse, ya se toparía con algún compañero de clases llevando un paquete de galletitas dulces, y no se demoraría en encontrar la manera de que éste le convidase algunas.

-¡César! –exclamó el troglodita.

Y pobre de César. Fue él, y no otro, quien se convirtió en un inesperado proveedor de galletitas. Sentado en la escalera responsable de conducir hacia el primer piso a los alumnos de los grados superiores, le hizo señas a Guido para que le acompañase en el desayuno. El recreo terminó en el preciso instante en que Guido disfrutaba del último bocado de su sandwich, a la vez que el aspirante a conductor de autobuses se regocijaba saboreando el relleno de la última galletita. A paso lento, todos volvieron a clase, y la mañana transcurrió según lo previsto: tareas, mas tareas, y el recordatorio de que la evaluación de Historia estaba próxima. El día escolar llegó a su fin, para alivio de todos. Incluso la señorita Lourdes daba signos de querer volver a casa. Los niños conversaron sobre la nueva serie de dibujos animados que se estrenaría en unos días, y acordaron encontrarse durante el fin de semana en casa de Guido para pasar un buen rato mirando alguna película y comiendo pizza. Sebastián se subió al micro a los empujones y desapareció haciéndole reafirmar la promesa de la pizza al pobre Cesar. Éste, como era usual, tuvo que esperar durante unos minutos a su hermano mayor, para que lo acompañase hasta su casa. Guido, por otra parte, no alcanzó a dar dos pasos en dirección al autobús escolar, cuando escuchó el bocinazo característico del automóvil de su padre.

***
-No puedo creerlo Fargo... ¡Lo logramos!
-¡Baja la voz, muchacho! Es... es realmente increíble... ¿Estas herido?
-No... no lo creo, estoy algo mareado, pero eso es todo...
-Tranquilízate, eso es natural. Aquí el flujo es casi imperceptible. La diferencia es superior a la esperada... ¿Lo sientes?
-Un poco, pero no tanto como debes sentirlo tú. No han quedado rastros del portal, ni siquiera su aroma... eso quiere decir que todo sucedió a la perfección, ¿No es cierto?
-Así parece... pero bajo estas condiciones, nos resultará muy difícil regresar. Afortunadamente, tenemos un par de días para acostumbrarnos.
-¡Esto es increíble! ¡Lo que hemos hecho no tiene sentido!
-¡En nombre de los dioses! ¡Cálmate y guarda silencio o despertarás a todos aquí! ¡Nuestra misión no debe ser perturbada!
-De acuerdo, de acuerdo. ¿Y ahora? ¿Hacia dónde vamos? Aún es de noche...
-Allí está la escuela de la cual te hablé, allí lo encontraremos. Las instrucciones que recibimos fueron claras ¿Las recuerdas?
-¡Por supuesto! Pero...
-¿Qué sucede, Royd?
-¿Cómo haremos para reconocerlo?
-Se supone que lo sabremos cuando lo veamos...
-¿Y qué haremos mientras tanto?
-Tú quédate callado y sígueme, yo me ocuparé de disimular nuestra apariencia... y trata de serenarte un poco, por favor.
-¿Y qué nos harán si nos descubren?
-No te preocupes, muchacho, no nos descubrirán. Confía en mí.

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martes, octubre 17, 2006

I - Guido

-¡¡Guidooooooo!! ¡¡Se esta yendo el micro!! ¡Llevate algo de plata y comprate algo en el colegio, apurate! Y no te olvides de pedir la tarea de los días que faltaste...
-Si, mamá...
-Tratá de pedírsela a César, ya sabes como es Sebastián.
-Si, mamá, chau -respondió un niño mas dormido que despierto.


Guido no llegó a escuchar las ultimas palabras que su madre le dijo antes de casi depositarlo en el autobús escolar, y al subir el segundo escalón del vehículo, tropezó. Alicia inmediatamente suspiró consternada ante la idea de que la falta del desayuno podría haber comenzado a causar efecto sobre el organismo de su mas adorada fuente de orgullo, pero no era realmente eso lo que estaba distrayendo al niño. Sus pensamientos estaban dirigidos en otra dirección: había soñado algo realmente raro durante esa noche. Las miles de horas transcurridas delante del televisor habían hecho verdaderas aventuras tanto de sus sueños cotidianos como de sus pesadillas, pero aquello había sido diferente, de alguna forma.
-Bueno, a veces los sueños son así –pensó para sus adentros.
Llevó su mano derecha hacia su cabeza y se tocó la frente. No tenía fiebre, por lo que la posibilidad de que estuviese delirando quedó descartada.
-Es obvio que no tengo fiebre –murmuró hablándose a si mismo y en voz baja mientras sacudía el polvo de sus pantalones–. Si la tuviese, mamá no me habría dejado levantarme...
No obstante, aquel sueño estuvo rondando por su cabeza durante toda la mañana. O al menos, durante el rato que el autobús demoró en llegar hasta la escuela.

Era miércoles, y su descanso, si es que así podía llamársele al tiempo de reposo, había durado cuatro días. A decir verdad, se había vuelto una costumbre el hecho de que cada año, al comenzar el invierno, una buena gripe lo dejase de cama durante un par de días. Era cuestión obligada soportar la fiebre y los medicamentos, pero según su juicio, valía la pena sufrir un poco con tal de no ir a la escuela. Y no es que a Guido no le gustase ir al colegio, pero le costaba muchísimo tener que levantarse tan temprano todos los días. Podría haber asistido a clases durante la tarde, eso era cierto, pero según palabras de su madre, el día le resultaría mucho mas largo y entretenido teniendo las tardes libres. Y cuando una madre tiene razón, pues bien, tiene razón.


Una vez más, el niño se vio inmerso en la rutina que representaba ir al colegio y ver las mismas cosas todos los días: El mismo chofer que siempre saludaba con el mismo gesto, luciendo el mismo bigote, la misma sonrisa, usando el mismo tono de voz y la misma camisa color canela. Los mismos compañeros del mismo autobús de todos los años, sentados en los mismos asientos... Algunos incluso habían conservado a través del tiempo el mismo corte de cabello, volviéndose inconfundibles. Allí estaba el gordo Sebastián, incapaz de ocultar esa pelambre dorada que lo hacia parecerse a un bombero con su casco amarillo, junto al asiento vacío que el mismo Guido ocuparía esa mañana, no muy lejos de Gustavo, ese presumido que se paseaba siempre con el pelo bien peinado hacia atrás, todo engominado y prolijito, sentado detrás de Sabrina, la niña dueña de dos trenzas que podrían haber sido hechas en arcilla.

Nadie hablaba mucho durante el viaje al colegio y menos aun en invierno, pero Sebastián se las arreglaba para quejarse del frío, de los estornudos de los demás, del precio de las revistas de historietas, de los maullidos del gato de su vecino, de su abuela y de su radio que se prendía a todo volumen a las cinco de la mañana, de las tareas de matemática que seguro le darían para este fin de semana y de todo, todo lo demás. Una verdadera máquina de hablar capaz de mantener despiertos a todos los presentes durante los casi treinta minutos que duraba el viaje hasta el colegio. Bueno, treinta minutos para él, considerando que el suyo era un caso especial al ser Jorge, su padre, el chofer del autobús escolar. Sebastián era un loro parlanchín, evidentemente, pero no por ello mal amigo. Toda su familia venia de una tradición de transportistas: su abuelo era chófer de autobús, su padre y su tío también lo eran, y su padrino manejaba el autobús escolar cuando se enfermaba Jorge. Siempre se prometía a si mismo que alguna vez seria conductor de autobús, y cuando eso sucediese, dejaría subir gratis a todas las chicas rubias. Con el paso del tiempo esa forma de pensar fue cambiando, y el niño finalmente decidió que dejaría subir gratis a las rubias, a las morochas, a las coloradas y en el caso de que las hubiese, también a las peladas. No era muy dedicado, pero tampoco sufría demasiado con sus estudios y era propietario de un ingenio mal aplicado pero de inagotable filo, por lo que resultaba entretenido pasar los ratos con él. Guido le había tomado estima sin saber porqué, pero tampoco se lo había preguntado. Al fin y al cabo, los amigos no se eligen tanto, simplemente aparecen y ya.
Se conocían desde el primer día de clases y aunque no eran muy unidos debido a ciertas diferencias de carácter, cuando surgía algún problema, se mostraban inseparables.

Lo primero que hizo Guido apenas cruzó la puerta fue limpiarse los anteojos, todos empañados debido al maravilloso funcionamiento de los sistemas calefactores adquiridos el mes pasado. En segundo lugar, desabotonó su abrigo, y dedicó algunos pensamientos a comprender las razones que lo obligaban a llevar aquel terrible atuendo de batalla conformado por la bufanda, el abrigo de invierno, el sobretodo escolar y la mochila. Le resultaba imposible no sentirse prisionero dentro toda esa maraña de ropa, teniendo que llevar además las carpetas, cuadernos y lápices de todos los días, a los cuales deberían agregársele las maquetas y proyectos de ciencias, el papel brillante de colores, un envase de pegamento mal cerrado y mil cosas más.
-Me habría gustado seguir enfermo un par de días más –murmuró en tono de broma.
Sebastián pareció no escucharlo, y al tiempo que observaba de reojo un pequeño frasco llevado por uno de sus compañeros, refunfuñó entre dientes:
-Quiero ver como es que me va a ayudar el aparato reproductor del grillo cuando sea chofer...

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sábado, octubre 14, 2006

Prólogo

Guido miró a su alrededor, y descubrió con pavor que ninguno de sus compañeros había salido ileso ante la explosión. Aquella bestia era mucho mas que un fogueado luchador, y el ataque arrojado por ella distaba mucho de ser una simple amenaza.

El niño sentía que su cabeza daba vueltas, y le costaba mucho trabajo mantener los ojos abiertos, ya que un denso humo de color amarronado parecía reinar en el lugar. Con su mano izquierda tocó su nariz, y pudo comprobar que de la misma salía sangre. Estaba asustado, pero no podía rendirse, ya que lo que pudiese hacer a favor de detener a la criatura conformaría quizás la única esperanza de victoria posible. Al fin y al cabo ¿Para que había luchado tanto si iba a tener que rendirse? No, ni pensarlo. Había que seguir, a cualquier precio. De ser necesario, debería incluso arriesgar su vida, obedeciendo a todo lo que hubiese sido escrito en el libro del destino.

El Alfil aun no había sido utilizado por Vatel, y eso le daba esperanzas, pero aunque su espíritu quería levantarse y seguir peleando, su cuerpo no se lo permitía. ¿Tendría algún hueso roto? No había sufrido de ninguna fractura anteriormente, por lo que tampoco sabía como identificar sus síntomas, o interpretar aquel inmenso dolor que paralizaba su brazo izquierdo. Sus anteojos yacían rotos en el piso, y resultaba incomprensible el hecho de que los mismos hubiesen logrado llegar sanos y salvos hasta ese encuentro, pero eso poco importaba: su enemigo era por demás gigantesco y podía distinguirlo claramente sin ellos. Sintió que su corazón se iluminaba cuando vio a uno de sus amigos ponerse de pie, pero sin gafas y entre la niebla no pudo distinguir de quien se trataba.

Salvar la vida de cualquiera era una tarea demasiado grande como para dejarla en sus manos, pero ya no había tiempo para nuevos planes. Apoyándose contra una pared, Guido comenzó a caminar hacia la bestia, cuando un estallido en la parte superior de la majestuosa Catedral hizo que la fantástica cúpula superior se derrumbase, en la forma de un millón de pequeños trozos de cristal.
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viernes, octubre 13, 2006

Una novela seriada: del autor a los lectores

En este momento estoy a punto de comenzar a escribir un libro, aunque no sé muy bien cuales son las mágicas fuerzas que me llevan a tomar semejante decisión. A decir verdad no tengo la más pálida idea siquiera acerca de como va a llamarse el protagonista de la historia. Pienso ir inventándolo todo sobre la marcha y a puro cachetazo de improvisación, sacando tal vez de quicio a quienes escriben siguiendo las reglas de los narradores instruidos o semejantes. Si la cosa no funciona, el único responsable de mi fracaso será su compañero: mi entusiasmo, que me ha obligado a entrometerme en el sagrado mundo de los escritores valiéndome tan solo del espíritu que posee todo el que desea contar alguna historia. La aventura que aquí presento es algo de lo que me habría gustado leer, y porqué no vivir, cuando aún tenía diez años. Y eso lo afirmo sin ánimos de ofender a nadie, y con la absoluta certeza de que no exagero.

Sin una brújula literaria ni nada que se le parezca, dedicare esta historia que pueda escribirse a mis padres, a todos los niños y no tan niños que lean estas líneas, y a mis amigos de la escuela y de la niñez en el barrio, ya que ellos fueron fuente importante de inspiración. Bueno, aquí voy...

“Que la realidad nunca te impida contar tu historia”
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