IV - La verdad está allí afuera
Guido se arrojó sobre Sebastián como si éste hubiese sido la última cantimplora de agua fresca en todo el desierto.
-Sebastián -dijo conteniendo la respiración-. Escuchá lo que tengo que contarte.
-Está bien –dijo su amigo limpiando su nariz con un pañuelo desechable-. Pero antes de hacer cualquier otra cosa voy a comprar algo para comer. ¿Querés que te traiga algo del quiosco?
Guido no respondió. Un escalofrío recorrió su cuerpo, comenzando en la punta de sus cabellos y terminando en el dedo meñique de su pie izquierdo. Sin hacer el menor ruido, y ante la atenta mirada de su amigo, metió la mano dentro del bolsillo derecho de sus pantalones sabiendo y temiendo, por alguna extraña razón, lo que iba a encontrar allí. Se puso pálido, y con voz temblorosa murmuró:
- El... el chocolate.
-¡Hey! ¡¿Qué te pasa?! -preguntó Sebastián, asustado al ver a su amigo desplomarse de rodillas.
-Nada –dijo Guido poniéndose de pie-. Por favor, te lo pido, no le digas nada de esto a nadie, y acompañame.
Sebastián seguía asustado.
-Pero –dijo tomando a su amigo por un brazo-, ¡Te caíste! ¡Creí que te habías desmayado o algo así! ¿Estás bien? ¿Querés que llame a la Señorita Lourdes? Tenemos que ir a la enfermería.
-Estoy bien –dijo Guido-. Esto no tiene nada que ver con la gripe, no te preocupes. Cuando escuches lo que estoy a punto de contarte, me vas a entender. ¿Puedo contar con vos?
Sebastián no necesitó pensarlo dos veces.
-¡Por supuesto, Guido! –exclamó-. Pero si te caes una vez mas, se lo voy a contar a la Señorita Lourdes, a tu mamá, a tu papá, al Director y al que se me cruce en el camino ¿Entendiste?
Se dirigieron entonces a un reparo del patio cubierto, donde aún se estaba desarmando el escenario sobre el cual se había celebrado el acto de "Bienvenida al Invierno", siguiendo la iniciativa de los pequeñuelos de Jardín de Infantes. Se sentaron al costado de la escenografía y entonces Guido confesó todo lo referido al día vivido anteriormente. No dejó escapar el más mínimo detalle, e incluyó en su historia eventos aparentemente secundarios, como el desayuno compuesto por un sándwich, bocadillos y galletitas. Su amigo, mientras tanto, se frotaba la cabeza de costado, en un gesto que Guido había presenciado muchas veces cuando ambos tenían que estudiar para rendir un examen. Sebastián creía fervientemente en la existencia de adivinadores de futuros tanto ajenos como propios, como así también en los fantasmas, las casas embrujadas, la vida extraterrestre y todos los misterios no resueltos. Eso favorecía en algo a Guido, pero no quitaba la posibilidad de que Sebastián se lo tomase todo a broma, y se echase a reír.
-Creo que tuviste un sueño premonitorio –dijo Sebastián-. No se me ocurre nada más.
-Yo pensaba lo mismo, hasta que encontré el chocolate.
-¿Y si te volviste loco? Eso lo explicaría todo.
-No estoy loco –dijo Guido con rostro severo.
-Todos los locos dicen lo mismo –dijo Sebastián haciendo muecas con los labios-. Pero, ¿Estás seguro de que no tenías ese chocolate desde antes?
-Nunca estuve tan seguro de algo en toda mi vida.
-Estuviste muy enfermo, y la fiebre...
-¡Esto no tiene nada que ver con la fiebre!
-¡Está bien! No se porqué te enojás conmigo, si el que está loco sos vos...
-¡Por favor, Sebastián! ¡Esto no es una broma!
-Te creo, te juro que te creo. Pero no sé que pensar.
-Esto es un secreto entre nosotros dos –dijo Guido poniéndose muy serio-. No podés contárselo a nadie.
-¿Y quien me lo va a creer? –replicó Sebastián.
Luego, poniéndose de pie agregó:
-Quiero que te quedes acá sentado mientras voy al quiosco a buscar algo para comer. Si vuelvo y no te encuentro, grito. ¿Entendiste?
Guido exprimió su cabeza a más no poder, sin obtener resultados satisfactorios. Cualquier explicación medianamente razonable a todo el embrollo, se hacía pedazos cuando era enfrentada con aquel chocolate adquirido en el auto de su padre el día anterior. Necesitaba un plan. Lo único que podía hacer era esperar y ver si el resto del día transcurría de acuerdo a su memoria.
Sebastián regresó rápidamente, todo despeinado como casi siempre, con un envase de jugo en una mano y un sándwich de queso en la otra. Un segundo bocadillo venía atorado en su boca, y parecía dificultar su respiración. Guido echó una mirada a su alrededor, y sus ojos se cruzaron con los de César, que sentado sobre las escaleras que conducían al piso superior, le hizo señas para que se le acercase. Guido respondió a la demanda, y tratando de no modificar la dirección de los hechos, repitió la misma conversación del día anterior. Sebastián, por otra parte, se mantuvo fiel a su palabra. No hizo ningún comentario acerca de lo que Guido le había contado previamente, y tan sólo se dedicó a comerse las galletitas.
-César debe estar muriéndose de hambre –pensó Guido-. Es el segundo desayuno que le roban en veinticuatro horas.
Llegó el mediodía y junto con él, el fin de una jornada de estudio idéntica a la que Guido recordaba haber vivido horas atrás. De pie sobre el zaguán, el niño elevó la mirada deseoso por ver si su padre pasaba a recogerlo una vez mas por el colegio, y Raúl no lo decepcionó. El recorrido y el intercambio de palabras no variaron en lo más mínimo, pero el desenlace del viaje fue distinto gracias a un pequeño detalle que Guido había estado esperando con especial interés.
-Creí que tenía algún dinero para darte –murmuró Raúl extrañado mientras revisaba su billetera por dentro y por fuera-. Pero parece que lo gaste en otra cosa sin darme cuenta.
-No hay problema, papá, tengo bastante ahorrado- respondió el niño.
Sonriendo, estrechó a su padre en un fuerte abrazo. Luego se estiró hasta alcanzar los asientos traseros del automóvil, a la vez que sostenía una mano en su bolsillo. Tal y como se lo esperaba, sin importar cuanto buscó dentro de las bolsas de golosinas, no pudo encontrar aquel chocolate.
-Sebastián -dijo conteniendo la respiración-. Escuchá lo que tengo que contarte.
-Está bien –dijo su amigo limpiando su nariz con un pañuelo desechable-. Pero antes de hacer cualquier otra cosa voy a comprar algo para comer. ¿Querés que te traiga algo del quiosco?
Guido no respondió. Un escalofrío recorrió su cuerpo, comenzando en la punta de sus cabellos y terminando en el dedo meñique de su pie izquierdo. Sin hacer el menor ruido, y ante la atenta mirada de su amigo, metió la mano dentro del bolsillo derecho de sus pantalones sabiendo y temiendo, por alguna extraña razón, lo que iba a encontrar allí. Se puso pálido, y con voz temblorosa murmuró:
- El... el chocolate.
-¡Hey! ¡¿Qué te pasa?! -preguntó Sebastián, asustado al ver a su amigo desplomarse de rodillas.
-Nada –dijo Guido poniéndose de pie-. Por favor, te lo pido, no le digas nada de esto a nadie, y acompañame.
Sebastián seguía asustado.
-Pero –dijo tomando a su amigo por un brazo-, ¡Te caíste! ¡Creí que te habías desmayado o algo así! ¿Estás bien? ¿Querés que llame a la Señorita Lourdes? Tenemos que ir a la enfermería.
-Estoy bien –dijo Guido-. Esto no tiene nada que ver con la gripe, no te preocupes. Cuando escuches lo que estoy a punto de contarte, me vas a entender. ¿Puedo contar con vos?
Sebastián no necesitó pensarlo dos veces.
-¡Por supuesto, Guido! –exclamó-. Pero si te caes una vez mas, se lo voy a contar a la Señorita Lourdes, a tu mamá, a tu papá, al Director y al que se me cruce en el camino ¿Entendiste?
Se dirigieron entonces a un reparo del patio cubierto, donde aún se estaba desarmando el escenario sobre el cual se había celebrado el acto de "Bienvenida al Invierno", siguiendo la iniciativa de los pequeñuelos de Jardín de Infantes. Se sentaron al costado de la escenografía y entonces Guido confesó todo lo referido al día vivido anteriormente. No dejó escapar el más mínimo detalle, e incluyó en su historia eventos aparentemente secundarios, como el desayuno compuesto por un sándwich, bocadillos y galletitas. Su amigo, mientras tanto, se frotaba la cabeza de costado, en un gesto que Guido había presenciado muchas veces cuando ambos tenían que estudiar para rendir un examen. Sebastián creía fervientemente en la existencia de adivinadores de futuros tanto ajenos como propios, como así también en los fantasmas, las casas embrujadas, la vida extraterrestre y todos los misterios no resueltos. Eso favorecía en algo a Guido, pero no quitaba la posibilidad de que Sebastián se lo tomase todo a broma, y se echase a reír.
-Creo que tuviste un sueño premonitorio –dijo Sebastián-. No se me ocurre nada más.
-Yo pensaba lo mismo, hasta que encontré el chocolate.
-¿Y si te volviste loco? Eso lo explicaría todo.
-No estoy loco –dijo Guido con rostro severo.
-Todos los locos dicen lo mismo –dijo Sebastián haciendo muecas con los labios-. Pero, ¿Estás seguro de que no tenías ese chocolate desde antes?
-Nunca estuve tan seguro de algo en toda mi vida.
-Estuviste muy enfermo, y la fiebre...
-¡Esto no tiene nada que ver con la fiebre!
-¡Está bien! No se porqué te enojás conmigo, si el que está loco sos vos...
-¡Por favor, Sebastián! ¡Esto no es una broma!
-Te creo, te juro que te creo. Pero no sé que pensar.
-Esto es un secreto entre nosotros dos –dijo Guido poniéndose muy serio-. No podés contárselo a nadie.
-¿Y quien me lo va a creer? –replicó Sebastián.
Luego, poniéndose de pie agregó:
-Quiero que te quedes acá sentado mientras voy al quiosco a buscar algo para comer. Si vuelvo y no te encuentro, grito. ¿Entendiste?
Guido exprimió su cabeza a más no poder, sin obtener resultados satisfactorios. Cualquier explicación medianamente razonable a todo el embrollo, se hacía pedazos cuando era enfrentada con aquel chocolate adquirido en el auto de su padre el día anterior. Necesitaba un plan. Lo único que podía hacer era esperar y ver si el resto del día transcurría de acuerdo a su memoria.
Sebastián regresó rápidamente, todo despeinado como casi siempre, con un envase de jugo en una mano y un sándwich de queso en la otra. Un segundo bocadillo venía atorado en su boca, y parecía dificultar su respiración. Guido echó una mirada a su alrededor, y sus ojos se cruzaron con los de César, que sentado sobre las escaleras que conducían al piso superior, le hizo señas para que se le acercase. Guido respondió a la demanda, y tratando de no modificar la dirección de los hechos, repitió la misma conversación del día anterior. Sebastián, por otra parte, se mantuvo fiel a su palabra. No hizo ningún comentario acerca de lo que Guido le había contado previamente, y tan sólo se dedicó a comerse las galletitas.
-César debe estar muriéndose de hambre –pensó Guido-. Es el segundo desayuno que le roban en veinticuatro horas.
Llegó el mediodía y junto con él, el fin de una jornada de estudio idéntica a la que Guido recordaba haber vivido horas atrás. De pie sobre el zaguán, el niño elevó la mirada deseoso por ver si su padre pasaba a recogerlo una vez mas por el colegio, y Raúl no lo decepcionó. El recorrido y el intercambio de palabras no variaron en lo más mínimo, pero el desenlace del viaje fue distinto gracias a un pequeño detalle que Guido había estado esperando con especial interés.
-Creí que tenía algún dinero para darte –murmuró Raúl extrañado mientras revisaba su billetera por dentro y por fuera-. Pero parece que lo gaste en otra cosa sin darme cuenta.
-No hay problema, papá, tengo bastante ahorrado- respondió el niño.
Sonriendo, estrechó a su padre en un fuerte abrazo. Luego se estiró hasta alcanzar los asientos traseros del automóvil, a la vez que sostenía una mano en su bolsillo. Tal y como se lo esperaba, sin importar cuanto buscó dentro de las bolsas de golosinas, no pudo encontrar aquel chocolate.
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