martes, febrero 27, 2007

VI - No todo lo que brilla es oro

El rostro del Director Giménez no reflejaba otra cosa que no fuese una increíble tranquilidad.
-Por favor, Guido –dijo sonriendo-, cierra la puerta o se escapará el calor de la habitación.
Luego, dirigiéndose al resto de los niños agregó:
-Siéntanse cómodos de tomar asiento.
Un cartucho de dinamita podría haber explotado frente a Guido sin que éste lo oyese. Así de inmerso se hallaba en sus propios pensamientos.
-El Tortuguita también soñó con la pelea -se repetía para sus adentros una y otra vez mientras Giménez paseaba su mirada sobre sus amigos–. Ahora somos tres.
El Director clavó la mirada sobre César.
-No irán a decirme que han hecho enojar a la Señorita Lourdes... –dijo sonriendo levemente.
-¡Prometa que no va a citar a mi papá para una reunión! –argumentó el Tortuguita-. ¡No quise quedarme dormido! ¡Lo juro!
Giménez soltó una risotada. Guido no entendió muy bien lo que esa reacción representaba, pero de todas maneras respiró aliviado ante el buen humor mostrado por el regente. Reflexionó un poco y armándose de valor, dijo:
-Esto fue lo que pasó: Ayer, Sebastián revisó la carpeta de la Señorita...
Giménez apoyó el dedo índice de su mano derecha sobre sus labios y obligó a Guido a detener su confesión.
-Hace tan sólo unos instantes recibí una llamada telefónica que me llenó de gusto –dijo al tiempo que agitaba un pequeño cuaderno repleto de hojas amarillentas-. Se confirmó la visita del Museo de Ciencias Naturales e Historia Antigua a nuestra escuela. Necesitaré que algunos estudiantes “responsables” me ayuden a desempacar algunas de las cosas que los empleados del Museo descargarán hoy por la tarde en el viejo depósito.
Realizó una interrupción que duró varios segundos y terminó diciendo:
-Si puedo contar con ustedes para realizar dicha tarea, me olvidaré de cualquier cosa que hayan hecho y no habrá castigo para nadie. ¿Qué tal les suena eso? ¿Tenemos un trato?
Guido no tuvo que pensar demasiado para emitir una respuesta afirmativa, y lo mismo sucedió con Sebastián. Ambos sabían que la tarea sería un castigo sólo si se enfrentaban a ella desde esa perspectiva. César, por otro lado, habría sido capaz de trasladar el museo hacia cualquier parte del mundo con tal de no perderse el partido de fútbol que se jugaría el sábado por la mañana.
-Muy bien –dijo Giménez mostrando sincera complacencia-. Pondré sus nombres en esta autorización y todo estará resuelto. Por lo pronto, avisaré a sus familias para que no se preocupen durante su ausencia y luego le explicaré la situación a la Señorita Lourdes. Ahora deben retornar a clase.
La puerta se cerró y los niños se encontraron una vez más en el patio cubierto.
-Tuvimos mucha suerte –murmuró César.
-¡El museo nos salvó la vida! –exclamó Sebastián aferrando su cabeza con ambas manos-. Ni siquiera tuvimos que contarle lo de estas hojas en el calzoncillo...
Una de las hojas de papel cayó al suelo y el Tortuguita la recogió. Se sorprendió al encontrarse con parte de la tarea del día completamente resuelta. Sabía que su rechoncho amigo no era el mejor de los alumnos, pero aún así se negó a creer que el mismo hubiese sido capaz de arriesgarse a copiar directamente desde la carpeta de la Señorita Lourdes. Eso habría sido una tontería. Al fin y al cabo, aquellos ejercicios de matemática no eran ni más ni menos complicados que los que habían estado haciendo desde siempre.
-Sebastián –dijo pensativo-, ¿Qué es todo esto?
Dando un manotazo, Sebastián se apoderó de la portada del diario que Guido llevaba en el interior de la camisa sin que éste pudiese evitarlo. Luego, señalando insistentemente la fecha impresa, se lo entregó al Tortuguita.
-Esto no es una broma –dijo Guido-. Es el diario de ayer. Ayer fue miércoles.
Con los ojos abiertos como platos, César trató de entender lo que sus amigos intentaban decir. Soltó una risita nerviosa, pero la misma desapareció al enfrentarse con el severo rostro de Guido.
-¡Y no estamos locos! –agregó Sebastián-. Guido y yo también soñamos con Vatel. Y con la pelea en la catedral.
Guido guardó la hoja de diario nuevamente en el interior de su camisa. Estaba tan nervioso como el Tortuguita, pero intentó disimularlo. La visita del museo haría que el día tomase un rumbo ligeramente distinto, y eso despertaba su curiosidad. Presintió que de alguna u otra manera el asunto del chocolate iba a resolverse por si mismo. Y pronto. Ahora ya eran tres los involucrados.
-No entiendo de que están hablando –murmuró el Tortuguita.
-Nosotros tampoco –replicó Guido-. Y hasta que no lo entendamos no podemos decírselo a nadie.
-¿Entendiste? –preguntó Sebastián elevando su puño con actitud amenazante.
-A... a nadie. Lo prometo. Ni... ni una palabra.
Durante el resto de la mañana Guido, César y Sebastián apenas si prestaron atención a las palabras de la Señorita Lourdes. Algunos alumnos rieron cuando la maestra habló acerca de la tarea encomendada a los tres niños castigados, pero los mismos ni siquiera se percataron de ello.

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